La ideología económica-moral que ha sido el estandarte de la Val d'Aran también ha tenido un efecto colateral sobre el excursionismo. Los mochileros (sic) han sido los grandes olvidados del modelo turístico porque siempre se ha pensado que no dejaban suficiente beneficio económico en el territorio. Salvo algunas meritorias y poco reconocidas propuestas de particulares, empresas y miembros de instituciones, en el valle no se ha trabajado lo suficiente para acoger estos visitantes. Se han dejado perder incontables senderos de acceso a zonas de altísimo interés montañoso y cultural y no se ha creado una red adecuada de alojamientos asequibles. El modelo, incluso, ha condicionado la percepción de la Val d'Aran por parte de muchos montañeros que piensan que esta región no es tan idónea como otras cercanas para practicar sus aficiones. El problema que tiene actualmente la comarca no radica sólo en el lastre que arrastra, sino en la ausencia de un debate de fondo que ayude a preparar un cambio de enfoque.
Hemos pintado un panorama oscuro, es cierto, pero hay otros elementos que permiten una lectura más positiva. Los excesos urbanísticos se han concentrado en las zonas más humanizadas del Aran, pero afortunadamente no han afectado mucho la alta montaña, que es la parte más extensa del territorio. A lo largo de la depresión central por donde circula el Garona confluye una multitud de calles laterales que contienen una riqueza paisajística enorme y bastante desconocida. Para ilustrar esta variedad, proponemos una breve síntesis de la alta montaña aranesa en tres zonas: el Baish Aran está configurado por unas valles encajonados, cubiertas de una vegetación desbordante que viste incluso los relieves más verticales. La región contiene picos asequibles, pero también otros de abruptos y rocosos. En segundo lugar, el territorio central y norte del Aran está ocupado por unas grandes extensiones boscosas y herbosas. Su relieve es menos agreste, pero por todas partes se levantan picos prominentes y accesibles que son grandes miradores locales y pirenaicos. Los estanques dispersos de esta zona desprenden un halo bucólico y a la vez misterioso. Por último, el paisaje de la mitad sur del Aran es el más celebrado: territorio eminentemente granítico, de crestas desgarradas, agujas desafiantes, caos de roca, circos salvajes y una multitud de estanques. Una excepción a la regla: en la ribera del río Nere, una serie de colosos calcáreos (el Malh des Pois o Forcanada es el rey) visten el paisaje con formas y colores diferentes a los del granito.
Si hacemos caso del viejo principio escolástico que «el todo es más que la suma de las partes», entonces hay que considerar el conjunto de las zonas mencionadas como un nuevo paisaje. Podríamos decir que hay una armonía y una belleza específicas del todo. ¿Y no reclama, esta nueva realidad, una forma singular de descubrirla? He aquí donde queríamos llegar.